7.- CERVANTES
8.- El Quijote
Cap. XXXVIII
Donde se cuenta la que dio de su mala andanza
la dueña Dolorida
Detrás de los tristes músicos comenzaron
a entrar por el jardín adelante hasta cantidad de doce dueñas,
repartidas en dos hileras, todas vestidas de unos monjiles anchos,
al parecer de anascote batanado, con unas tocas blancas de delgado
canequí, tan luengas, que sólo el ribete del monjil
descubrían. Tras ellas venía la condesa Trifaldi, a
quien traía de la mano el escudero Trifaldín de la Blanca
Barba, vestida de finísima y negra bayeta por frisar, que a
venir frisada, descubriera cada grano del grandor de un garbanzo de
los buenos de Martos. La cola, o falda, o como llamarla quisieren,
era de tres puntas, las cuales se sustentaban en las manos de tres
pajes, asimesmo vestidos de luto, haciendo una vistosa y matemática
figura con aquellos tres ángulos agudos que las tres puntas
formaban; por lo cual cayeron todos los que la falda puntiaguda miraron
que por ella se debía llamar la condesa Trifaldi, como si dijésemos
la condesa de las Tres Faldas; y así dice Benengeli que fue
verdad, y que de su propio apellido se llama la condesa Lobuna, a
causa que se criaban en su condado muchos lobos, y que si como eran
lobos fueran zorras, la llamaran la condesa Zorruna, por ser costumbre
en aquellas partes tomar los señores la denominación
de sus nombres de la cosa o cosas en que más sus estados abundan;
empero, esta condesa, por favorecer la novedad de su falda, dejó
el Lobuna y tomó el Trifaldi.
Venían las doce dueñas y la señora a paso de
procesión, cubiertos los rostros con unos velos negros y no
transparentes como el de Trifaldín, sino tan apretados que
ninguna cosa se traslucía.
Así como acabó de parecer el dueñesco escuadrón,
el duque, la duquesa y don Quijote se pusieron en pie, y todos aquellos
que la espaciosa procesión miraban. Pararon las doce dueñas,
e hicieron calle, por medio de la cual la Dolorida se adelantó,
sin dejarla de la mano Trifaldín; viendo lo cual el duque,
la duquesa y don Quijote, se adelantaron obra de doce pasos a recebirla.
Ella, puestas las rodillas en el suelo, con voz antes basta y ronca
que sutil y delicada, dijo:
-Vuestras grandezas sean servidas de no hacer tanta cortesía
a este su criado, digo, a esta su criada;
porque según soy de dolorida, no acertaré a responder
a lo que debo, a causa que mi extraña y jamás vista
desdicha me ha llevado el entendimiento no sé adónde,
y debe ser muy lejos, pues cuanto más le busco, menos le hallo.
-Sin él estaría -respondió el duque-, señora
condesa, el que no descubriese por vuestra persona vuestro valor,
el cual, sin más ver, es merecedor de toda la nata de la cortesía
y de toda la flor de las bien criadas ceremonias.
Y levantándola de la mano, la llevó a asentar en una
silla junto a la duquesa, la cual la recebió asimismo con mucho
comedimiento.
Don Quijote callaba, y Sancho andaba muerto por ver el rostro de la
Trifaldi y de alguna de sus muchas dueñas; pero no fue posible,
hasta que ellas, de su grado y voluntad se descubrieron.
Sosegados todos y puestos en silencio, estaban esperando quién
le había de romper, y fue la dueña Dolorida, con estas
palabras:
-Confiada estoy, señor poderosísimo,
hermosísima señora y discretísimos
circunstantes, que ha de hallar mi cuitísima
en vuestros valerosísimos pechos
acogimiento no menos plácido que generoso y doloroso; porque
ella es tal, que es bastante a enternecer los mármoles, y a
ablandar los diamantes y a molificar los aceros de los más
endurecidos corazones del mundo; pero antes que salga a la plaza de
vuestros oídos, por no decir orejas, quisiera que me hicieran
sabidora si está en este gremio, corro y compañía,
el acendradísimo caballero don
Quijote de la Manchísima, y su
escuderísimo Panza.
-El Panza -antes que otro respondiese, dijo Sancho- aquí está,
y el don Quijotísimo asimismo;
y así podréis, dolorosísima
dueñísima, decir lo que quisieridísimis;
que todos estamos prontos y aparejadísimos
a ser vuestros servidorísimos.
En esto se levantó don Quijote, y encaminando sus razones a
la Dolorida dueña, dijo:
-Si vuestras cuitas, angustiada señora, se pueden prometer
alguna esperanza de remedio por algún valor o fuerzas de algún
andante caballero, aquí están las mías que, aunque
flacas y breves, todas se emplearán en vuestro servicio. Yo
soy don Quijote de la Mancha, cuyo asunto es acudir a toda suerte
de menesterosos, y siendo esto así, como lo es, no habéis
menester, señora, captar benevolencias ni buscar preámbulos,
sino a la llana y sin rodeos, decir vuestros males; que oídos
os escuchan que sabrán, si no remediarlos, dolerse dellos.
Oyendo lo cual, la Dolorida dueña hizo
señal de querer arrojarse a los pies de don Quijote, y aun
se arrojó, y pugnando por abrazárselos, decía:
-Ante estos pies y piernas me arrojo, ¡oh caballero invicto!,
por ser los que son basas y colunas de la andante caballería;
estos pies quiero besar, de cuyos pasos pende y cuelga todo el remedio
de mi desgracia, ¡oh valeroso andante, cuyas verdaderas fazañas
dejan atrás y escurecen las fabulosas de los Amadises,
Esplandianes y Belianises!
Y dejando a don Quijote, se volvió a Sancho Panza y asiéndole
de las manos, le dijo:
-¡Oh tú, el más leal escudero que jamás
sirvió a caballero andante en los presentes ni en los pasados
siglos, más luengo en bondad que la barba de Trifaldín,
mi acompañador, que está presente! Bien puedes preciarte
que en servir al gran don Quijote sirves en cifra a toda la caterva
de caballeros que han tratado las armas en el mundo. Conjúrote,
por lo que debes a tu bondad fidelísima,
me seas buen intercesor con tu dueño, para que luego favorezca
a esta humilísima y desdichadísima
condesa.
A lo que respondió Sancho:
-De que sea mi bondad, señora mía, tan larga y grande
como la barba de vuestro escudero, a mí me hace muy poco al
caso; barbada y con bigotes tenga yo mí alma cuando desta vida
vaya, que es lo que importa; que de las barbas de acá poco
o nada me curo; pero sin esas socaliñas ni plegarias, yo rogaré
a mi amo, que sé que me quiere bien,
y más agora que me ha de menester para cierto negocio,
que favorezca y ayude a vuesa merced en todo lo que pudiere. Vuesa
merced desembaúle su cuita y cuéntenosla, y deje hacer;
que todos nos entenderemos.
Reventaban de risa con estas cosas los
duques, como aquellos que habían tomado el pulso a la tal aventura,
y alababan entre sí la agudeza y disimulación de la
Trifaldi, la cual, volviéndose a sentar, dijo:
-Del famoso reino de Candaya, que cae entre la gran Trapobana y el
mar del Sur, dos leguas más allá del cabo Comorín,
fue señora la reina doña Maguncia, viuda del rey Archipiela,
su señor y marido, de cuyo matrimonio tuvieron y procrearon
a la infanta Antonomasia, heredera del
reino; la cual dicha infanta Antonomasia se crió y creció
debajo de mi tutela y doctrina, por ser yo la más antigua y
la más principal dueña de su madre. Sucedió,
pues, que yendo días y viniendo días, la niña
Antonomasia llegó a edad de catorce años, con tan gran
perfección de hermosura, que no la pudo subir más de
punto la naturaleza. ¡Pues digamos ahora que la discreción
era mocosa! Así era discreta como bella, y era la más
bella del mundo, y lo es si ya los hados invidiosos y las parcas endurecidas
no la han cortado la estambre de la vida. Pero no habrán; que
no han de permitir los cielos que se haga tanto mal a la tierra como
sería llevarse en agraz el racimo del más hermoso veduño
del suelo. De esta hermosura, y no como se debe encarecida de mi torpe
lengua, se enamoró un número infinito de príncipes,
así naturales como extranjeros, entre los cuales osó
levantar los pensamientos al cielo de tanta belleza un caballero particular
que en la corte estaba, confiado en su mocedad y en su bizarría,
y en sus muchas habilidades y gracias, y facilidad y felicidad de
ingenio; porque hago saber a vuestras grandezas, si no lo tienen por
enojo, que tocaba una guitarra que la hacía
hablar; y más que era poeta,
y gran bailarín, y sabía
hacer una jaula de pájaros, que solamente a hacerlas
pudiera ganar la vida cuando se viera en extrema necesidad; que todas
esas partes y gracias son bastantes a derribar una montaña,
no que una delicada doncella. Pero toda su gentileza y buen donaire
y todas sus gracias y habilidades fueran poca o ninguna parte para
rendir la fortaleza de mi niña, si el ladrón desuellacaras
no usara del remedio de rendirme a mí primero.
Primero quiso el malandrín y desalmado vagamundo granjearme
la voluntad y cohecharme el gusto, para que yo, mal alcaide, le entregase
las llaves de la fortaleza que guardaba. En resolución, él
me aduló el entendimiento y me rindió la voluntad con
no sé que dijes y brincos que me dio; pero lo que más
me hizo postrar y dar conmigo por el suelo fueron unas coplas que
le oí cantar una noche desde una reja que caía a una
callejuela donde él estaba, que si mal no me acuerdo decían:
De la dulce mi enemiga
nace un mal que al alma hiere,
y por más tormento, quiere
que se sienta y no se diga.
Parecióme la trova de perlas, y su voz de
almíbar, y después acá, digo, desde entonces,
viendo el mal en que caí por estos y otros semejantes versos,
he considerado que de las buenas y concertadas repúblicas se
habían de desterrar los poetas, como
aconsejaba Platón, a lo menos los lascivos, porque escriben
unas coplas, no como las del marqués
de Mantua, que entretienen y hacen llorar a los niños
y a las mujeres, sino unas agudezas, que a modo de blandas espinas
os atraviesan el alma, y como rayos os hieren en ella, dejando sano
el vestido. Y otra vez cantó:
Ven, muerte, tan escondida,
que no te sienta venir,
porque el placer del morir
no me torne a dar la vida.
Y deste jaez, otras coplitas y estrambotes,
que cantados encantan y escritos suspenden. Pues ¿qué
cuando se humillan a componer un género de verso que en Candaya
se usaba entonces, a quien ellos llamaban seguidillas?
Allí era el brincar de las almas, el retozar de la risa, el desasosiego
de los cuerpos y, finalmente, el azogue de todos los sentidos. Y así,
digo, señores míos, que los tales trovadores, con justo
título, los debían desterrar a las islas de los Lagartos.
Pero no tienen ellos la culpa, sino los simples que los alaban y las
bobas que los creen; y si yo fuera la buena dueña que debía,
no me habían de mover sus trasnochados conceptos [...]
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